lunes, 29 de agosto de 2011

Del recuerdo, 7.

 VII

Por fin, el 30 de Octubre. Aún mejor, las doce menos cinco de la noche del 30 de Octubre. Circe Hardcastle se había puesto un hermoso vestido negro palabra de honor sobre el cancán, ajustado con un corsé del mismo color adornado con rosas negras brillantes y lazos cruzados en pecho y espalda. Una gran cinta plomiza se anudaba sobre la cintura en una laboriosa lazada y otra más fina retiraba sus cabellos negros hacia atrás.

Aquella tarde, su familia había organizado una pequeña reunión en su honor con no menos de cien invitados. Pero Alexander la había acompañado en todo momento, incluso le traía un regalo de cumpleaños. A veces se preguntaba cómo nadie se daba cuenta de lo diferente que era del resto. Aunque era mejor que nadie se percatase de ello.


Sentada en el tocador, retiró con cuidado la delicada gargantilla de plata y azabache con la que Alexander le había agasajado hacía tan sólo unas horas. La retuvo entre sus manos un segundo, las pulsaciones acelerándose. Una suave brisa le alertó: la ventana estaba abierta, y su caballero estaba allí, semi oculto tras la ondeante cortina. Un brillo extraño en sus ojos le hizo pestañear.

-Lamento la intrusión-Dijo con voz áspera-. Espero no haberos asustado, mylady.

-No, estoy...bien-Le devolvió la mirada a su reflejo en el fino espejo sobre el tocador, viendo cómo el muchacho se situaba detrás de sí. Su reflejo estaba menos definido que el de ella, se estremeció, y él colocó sus frías, pálidas manos sobre sus hombros delgados. Insegura, preguntó:-. ¿Qué ocurrirá ahora, Alexander?
-Pronto, mylady, pronto... Antes necesito-Cerró los ojos y, para cuando los entreabrió, sus pupilas no eran más que rendijas entre sus espesas pestañas negras- hacer algo terriblemente egoísta.

Apoyó los labios contra su garganta. Estaban helados. Los separó sobre su piel, y dos finas cuchillas que ya le eran familiares le desgarraron suavemente. Tal y como había imaginado, el dolor dejó paso a un profundo placer que solo se siente cuando un ser de la noche, como lo era Alexander, te extrae sangre. Cerró los ojos, se dejó llevar al mundo de las sombras, y para cuando regresó estaba sola de nuevo, tumbada sobre la cama, con dos profundas marcas en su pescuezo y una rosa roja sobre su pecho. Notó algo de humedad en su abdómen y, para su sorpresa, lo que allí encontró fue una daga. Le perforaba de parte a parte, sin embargo no la notaba en absoluto, no molestaba. La extrajo con cuidado, la dejó a su lado y se puso costosamente en pie. ¿Dónde estaba Alexander? Se sentó frente al tocador, en principio para examinar las marcas, mas fue consciente gracias a ello de dos cosas: su reflejo era poco más que una mancha borrosa de lo que un día fue y de su boca salían dos afiladas protuberancias sedientas de sangre.

La puerta se abrió delicadamente y  Frederic entró en silencio. Instintivamente, Circe se tapó la boca y dio gracias a que sus ropas fuesen de color negro.

-Tranquilízate, prima. Lo sé.

Un terror la invadió de los pies a la cabeza. ¿Cómo podía saberlo? No sabía qué hacer, ni dónde ocultarse. Sólo podía pensar en esa vena palpitante en la garganta de su primo.

-Frederic, yo...-Logró tartamudear.

-Escúchame. Si fueses cualquier otra persona, te mataría-Circe se estremeció-, pero siendo tú no puedo hacer nada.

-¿Cómo lo has sabido?

-Durante mi estancia en el Nuevo Continente vi muchas cosas. Aprendí a reconocer a esas...criaturas, a diferenciarlas de los humanos. Alexander aún es muy joven, pero ya rezuma aroma a muerte.

Cabizbaja, se puso en pie y caminó hasta la ventana. Se giró de nuevo para sostener la mirada del muchacho al pronunciar:

-Le amo, Frederic.

-Lo sé-Suspiró-. Y yo te amo a ti-La joven no daba crédito a sus oídos. Jamás lo habría sabido de no ser por esa explícita declaración.-. Por eso te pido que te vayas, ve con él.

-¿Cómo puedes amarme? Soy lo que tú consideras un monstruo, deberías matarme aquí y ahora.

-Para mí siempre serás Circe, mi misteriosa y atrayente prima- La aludida corrió a sus brazos entre risa y llanto. Sabía que era un adiós.-. Vamos, huye. No quiero que te acusen a ti de los pecados de tu amado.

-Gracias, Frederic. Nunca te olvidaré. Nunca.

Circe salió por la ventana gracias a unos nuevos reflejos, saltó al jardín y echó a correr hacia ¿dónde?. Se detuvo a meditar entre unos arbustos, recordando que en uno de sus maravillosos sueños Alexander la había llevado a su antigua morada. Caminó hasta el gran parque y se sentó en un banco a reflexionar si sería buena idea volver.

Una voz murmuraba en su cabeza. Era profunda, hermosa y atrayente como un imán. Siguió sus palabras e, inconscientemente, lleguó a la vieja mansión ruinosa de la Avenida de las Rosas. Cruzó las puertas y esperó, percatándose de que el único sonido existente era el de su respiración.

De pronto, el gran piano de cola que situaba en la sala de música restalló con un réquiem melancólico. Lo siguió.

Allí estaba, sus manos blancas de dedos largos acariciando las teclas, sus ojos oníricos clavados en mí.

-Ven-Pronunció sin mover los labios-, deja que te haga mía.

-Siempre he sido tuya-Murmuró. Se arrodilló a su vera, extendió sus brazos y él le besó los pulsos.

La sangre brotó de sus muñecas, desvirgando el pulcro piano de marfil. Sus propios colmillos se deslizaron fuera de su boca, sedientos. Alexander sonrió y le tendió una muñeca desnuda que ella mordió con timidez. La sangre caliente y roja le inundó la boca. "Deliciosa", pensó. Separó el brazo de sus labios y lamió lo que se había derramado y ensuciaba su blanca tez. El vampiro tomó su rostro y la besó como nunca la había besado.

Algo había cambiado en aquella estancia: la tapa cerrada del instrumento estaba cubierta de pétalos de rosas rojas. Encontró allí un buen lugar donde recostarse mientras la pieza de música volvía a comenzar. Ahora que prestaba atención, la reconoció en seguida: Greensleeves. Cerró los ojos y se durmió con una sonrisa en los labios.

No hay comentarios:

Publicar un comentario